Mientras el mundo busca soluciones urgentes al calentamiento global, la geoingeniería emerge como un tema candente en debates científicos y políticos, prometiendo innovación pero también planteando dilemas éticos y regulatorios.
En un momento en el que los gobiernos se comprometen a limitar el calentamiento global a menos de 1,5°C – 2°C por encima de los niveles preindustriales y a lograr cero emisiones de carbono para 2050, la geoingeniería puede parecer una solución atractiva.
El quinto informe del IPCC, al tiempo que muestra que es posible alcanzar los objetivos de emisiones mediante políticas ambiciosas y señala las limitaciones de los métodos de eliminación directa del carbono, incluye el posible uso de técnicas como la BECCS en varios de sus escenarios.
Los estudios sobre el potencial de captura de carbono mediante BECCS han estimado que podrían eliminar de la atmósfera hasta 12 gigatoneladas de carbono al año.
Para dar un orden de magnitud, la pandemia de COVID-19 y la subsiguiente ralentización de la actividad humana mundial sólo han dado lugar a una reducción del 7% (estimación alta) de las emisiones de carbono en 2020 en comparación con 2019, es decir, una reducción de 2,5 gigatoneladas.
Este descenso de las emisiones no alcanza el objetivo propuesto por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) de reducir las emisiones en un 7,6% cada año para mantener el calentamiento global dentro de 1,5-2°C.
Las perspectivas que ofrece la geoingeniería son, por tanto, muy atractivas para ciertos actores políticos y económicos deseosos de mantener una actividad económica generadora de beneficios o de encontrar soluciones rápidas a los cambios en la atmósfera y el océano.
Un ejemplo es el del gobierno australiano, que, ante el fenómeno del blanqueamiento de los corales de la Gran Barrera de Coral provocado por las olas de calor oceánicas, ha decidido desplegar técnicas de siembra de nubes.
Este entusiasmo no se limita a las fronteras de la política. Si bien los científicos que trabajan en el tema eran antes una minoría, cada vez son más los que se interesan y destacan el potencial de las emisiones negativas.
Es cierto que la comunidad científica sigue muy dividida al respecto, pero ante la urgencia de la situación, algunos -aun reconociendo los riesgos de la geoingeniería- reclaman una investigación más profunda y sostenida en este campo para considerar todas las posibilidades de reducción de las emisiones de GEI.
Incertidumbre y vigilancia de la comunidad científica sobre los efectos en el medio ambiente, los ecosistemas y la biodiversidad
Este entusiasmo no debe ir en detrimento de la vigilancia sobre los posibles impactos medioambientales de la geoingeniería.
Es necesario un principio de precaución ante la incertidumbre científica sobre su eficacia y su impacto en el cambio climático y la biodiversidad.
Por un lado, la investigación en geoingeniería utiliza muy a menudo modelos que nunca se han confrontado con la realidad sobre el terreno.
Aunque el uso de simulaciones basadas en modelos es cada vez más común en la anticipación de riesgos, los resultados producidos no siempre reflejan la realidad y deben, en todos los casos, ser confrontados con observaciones para poder ser validados o mejorados.
Es precisamente en este punto donde la falta de conocimientos es más crítica; aunque las observaciones en el medio oceánico se están desarrollando rápidamente, todavía sólo cubren una parte limitada del océano y se ven afectadas por la variabilidad, tanto en el agua como en el fondo marino.
Una vez aplicado, esto implica también una gestión que anticipe los riesgos y se adapte al mismo tiempo a las posibles consecuencias irreversibles.
Hasta la fecha, el nivel de conocimiento de los mecanismos y de las tecnologías de modelización no responde a estas exigencias.
Si intentamos intervenir en un solo lugar para capturar carbono o alcalinizar el océano, podríamos alterar los equilibrios que creíamos haber alcanzado y perder de vista nuestro medio ambiente y su capacidad de reacción.
Por otra parte, las soluciones propuestas por la geoingeniería tropiezan a menudo con problemas de viabilidad y de eficacia técnica.
Es el caso de la alcalinización, que requiere importantes recursos infraestructurales para producir, tratar y distribuir sustancias alcalinas a gran escala.
Lo mismo ocurre con el DACCS, que, además de ser extremadamente costoso, requiere un aporte energético considerable.
Por último, persisten las dudas sobre el impacto de determinados métodos en el clima y la biodiversidad.
Las opciones de secuestro de carbono utilizan las mismas técnicas que contribuyen al cambio climático y a la degradación de los ecosistemas marinos, como la minería y la extracción de recursos.
En el caso de la creación de bioenergía (BECCS), el cultivo de macroalgas exigiría la utilización de métodos de cultivo intensivo para su despliegue a gran escala.
Lo mismo ocurre con la fertilización de los océanos. Experimentos a gran escala han demostrado que la introducción artificial de hierro no mejora la capacidad de captura de carbono del fitoplancton tanto como cabría esperar.
Un exceso de hierro introducido artificialmente en el océano también podría perturbar la fotosíntesis, responsable de la captura de carbono.
Al mismo tiempo, la elevada producción de materia orgánica inducida por la adición de hierro también podría favorecer la producción de metano y óxido nitroso, que tienen mayor poder de calentamiento que el CO2.
A corto plazo, también existe el riesgo de que el carbono secuestrado vuelva a la atmósfera si esta técnica no se lleva a cabo de forma continuada.
La fertilización de los océanos presenta, pues, riesgos importantes en términos de emisiones de GEI, además de probables efectos indeseables sobre los ecosistemas marinos y la biodiversidad.
Ningún estudio científico es capaz actualmente de anticipar los efectos ecológicos de la fertilización.
Sin embargo, las actividades humanas ya han tenido repercusiones inesperadas y perjudiciales sobre los ecosistemas marinos y las sociedades que dependen de ellos.
Las soluciones tecnológicas para sembrar nubes con agua salada podrían tener consecuencias meteorológicas locales y regionales imprevisibles. Los cambios en las precipitaciones podrían provocar sequías o inundaciones, así como alteraciones en las condiciones de vida de los ecosistemas marinos y costeros.
En la actualidad, no existe ningún enfoque de geoingeniería que cumpla los criterios de eficacia, seguridad medioambiental y asequibilidad.
La geoingeniería marina sólo aborda los síntomas del cambio climático, no sus causas.
Peor aún, podrían tener el efecto contrario al esperado, al provocar un aumento de las emisiones de gases de efecto invernadero y, en consecuencia, de la salud de los ecosistemas marinos.
El calentamiento que entonces podría haberse evitado se retrasaría, con consecuencias mucho más graves.
Es tanto más difícil prever realmente estos efectos cuanto que nuestra comprensión de los cambios climáticos y oceánicos a los que pretenden responder es incompleta.
La incertidumbre que rodea el impacto de los distintos métodos de geoingeniería marina subraya la importancia de desarrollar una investigación pública, independiente de los intereses económicos de determinados agentes privados.
Para Didier Gascuel, catedrático de Ecología Marina y director de la Unidad de Pesca, Mar y Litoral del Institut Agro de Rennes,
En un mundo perfecto, no habría investigación sobre combustibles fósiles ni geoingeniería. Pero a medida que se desarrolla la investigación privada sobre estos métodos, necesitamos una investigación pública que analice el impacto de estas tecnologías en la biodiversidad, algo que los inversores no hacen necesariamente.